Muchos predicadores hoy en día ni siquiera hablan acerca del Reino de Dios, pero sí hablan frecuentemente de salvación, término cuyo significado es ignorado o distorsionado por unos, y manipulado por otros. He aquí, pues, en qué consiste el plan de Dios para la salvación de la humanidad, en sus tres aspectos fundamentales:

  Cuando creemos la “palabra del reino” (Mt13.19), y  arrepentidos nos reconocemos pecadores y aceptamos la soberanía de Dios en nuestras vidas, recibimos entonces, por fe,  el perdón de todas nuestras faltas cometidas.

 (“Este es el pacto que haré  con ellos, después de aquellos días, dice el Señor: Pondré mis leyes en sus corazones y en sus mentes las escribiré. Añade: y nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones” (He 10.16-17). Este es, pues, el primer aspecto de este plan de salvación, el perdón de todos nuestros pecados cometidos.

   Del segundo aspecto de dicho plan se habla bastante en el octavo capítulo de Romanos. Dios no solo quiere  perdonar nuestros pecados sino que desea salvarnos de la maldición adánica del pecado, de nuestra condición humana de pecadores por naturaleza (Ro 5.12-21). Este renacer para “vivir en el Espíritu” solo se logra por nuestra libre disposición en aceptar la dirección de su palabra y la fortaleza de su Espíritu. El morir al pecado nos justifica ante Dios (Ro 6.1-14), siendo ello también evidencia de que su Espíritu mora en nosotros, (Ro 8.9) en virtud de lo cual también se nos garantiza el derecho  a la vida eterna o permanente. (Ro.8.11; 6.22)..

   Ningún poder u obra humana hubiese podido salvarnos de la culpabilidad de nuestros pecados, ni de la maldición de la herencia adánica de nuestra condición irreversible de pecadores, sino sólo por el amor del Padre Eterno, en los méritos de su Hijo Jesús, su Cordero inmolado y por la fortaleza proveniente del Espíritu Santo. Para obtener esta gracia nada tuvimos que hacer a excepción de disponernos a recibir este inmerecido regalo. “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe”. (Ef. 2.8-9).

   Resumiendo: Quienes reconocimos y aceptamos la Obra de nuestro Salvador Jesucristo, estamos liberados de nuestra culpabilidad de pecado. También, habiendo purificado nuestras almas por la obediencia a la verdad, mediante el Espíritu, (I-P 1.22) somos salvos o liberados “de la ley del pecado y de la muerte”, es decir, de su predominio en nuestras vidas,  “Porque si vivís conforme a la carne, moriréis; pero si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis” (Ro.8.1-17). De la presencia del pecado nos liberaremos solo con la muerte y/o resurrección, pero siempre debemos luchar contra  su poder para que no estorbe la soberanía de Dios en nuestras vidas individuales y de comunidad. (Ro.6.12). Estos dos primeros aspectos se pueden resumir en Hch.2, 38: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo”.

 

   Paradójicamente, el tercer aspecto de este Plan consiste NO en aquello de lo que pudiéramos ser salvos, sino en aquello de lo cual no podemos ser liberados, y es  nuestra responsabilidad en el manejo de los talentos y dones que Dios nos concedió para participar de su obra. Este es el tercer aspecto fundamental de este sublime plan de salvación para la Humanidad.